
El vuelo de una mariquita le sorprendió mirando al cielo con semblante serio.
Cuando su madre lo parió, salió con una bolita roja en la nariz y los pulgares levantados, como diciendo: "TACHÁÁÁÁÁN!! Todo está bien, sonreid!"
Se sentía payaso desde que nació y sólo quería hacer feliz a las personas que tenía alrededor. Él pensaba que las penas, con sonrisas y carcajadas se quitaban o ni siquiera llegaban a asomarse a tu vida. Y era verdad porque ya estaba cerca de la treintena y nunca había dejado de sonreir.
En realidad tenía una táctica. Cuando tenía un problema o un dolor grande (como no se podía permitir estar triste), lo escondía tan dentro de sí mismo que lo perdía y se le olvidaba y, el dolor, harto de no poder hacerle daño se esfumaba y no volvía aparecer.
Desde pequeñito se había dedicado a hacer feliz a los demás: a sus compañeros de colegio, a sus amigos, a los padres de sus amigos, a sus profesores (a éstos últimos, en un principio, no les hacía mucha gracia su indumentaria de payaso, aunque hicieron la vista gorda porque comprendieron que era necesaria e indispensable para llevar a cabo su labor social).
Cazó aquella mariquita y le preguntó:
-¿no estás cansanda de ser mariquita?
- Nací mariquita y moriré mariquita- le contestó muy orgullosa y malhumorada mientras se arreglaba el pañuelo que llevaba al cuello (ya se sabe como son las mariquitas de maltomadas, hay que saber llevarlas...).
Una sonrisa sorprendió a su rostro y una carcajada le sobrevino. Él era payaso de alma y de corazón y siempre lo sería.

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